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¿Complicidad entre varones?
La estética de una nueva cofradía postmoderna.

por Eduardo Marostica

Y se trata de respetar, de reconocer que hay una línea. A veces no es delgada sino todo lo contrario, casi como esas demarcaciones que se hacen con una brocha, cuando se dibuja la cancha sobre el césped en el que se va a jugar. Un partido de potrero donde el reglamento es difuso pero hay códigos muy claros que respetar. Y todo varón bien aprendido en la materia debería saber eso, y lo sabe porque lo sabe. Porque lo aprendió de la mejor manera que se puede, sin escolarizar ese aprendizaje: sin modo áulico. Porque estas cosas se ven, cuando se es chiquito, se naturalizan luego, se imitan más tarde, y se replican finalmente. Así se completa el ciclo de reforzamiento de la complicidad internalizada. Un habitus, en el decir de Bordieu.

 

¿Y dónde se manifiesta esta complicidad? En los “códigos de caballeros”, por ejemplo. Con esa máxima de que un varón (un caballero) no tiene memoria. ¿Qué se quiere decir con esta aseveración? ¿Qué intencionalidad guarda esta máxima? Que lo que hace un hombre no debe ser usado en su contra. ¿Y como es eso? Que dónde hay un varón haciendo algo y particularmente con una mujer, ningún otro varón debería meterse, caramba. Que si ves en alguna situación “comprometida” a otro congénere, no seas estómago resfriado, che. Tenés que llamarte al silencio. Porque si el affaire es extramuros de la gran edificación marital, podrías acarrearle un perjuicio. En definitiva el código de caballeros, la cofradía genérica se basa en la complicidad, y se presenta con esta faceta, si se quiere picaresca, casi de comedia y que muy pocos se animarían a embestir contra la banalidad de estos escenarios.

 

La infidelidad es más vieja que la misma historia. Para la cultura judeo cristiana, el “pecado original” se basa en la infidelidad de Adán a Dios, su Señor, que según sus palabras, temeroso de la mirada ceñuda del Altísimo, atribuyó a Eva la culpa de dejarse seducir por la serpiente y engañarlo al propio Adán. Un adolescente amigo de la escuela a la que iba mi hijo lo definió como, “el primer botonazo de la historia”. En otras palabras, no se debería seguir el ejemplo del hombre de la hoja de parra.

 

Pero como ocurre tan misteriosa como frecuentemente, cuando nos enteramos de una violación o un femicidio hay alguien que se pregunta ¿qué hacía esa muchacha a esas horas? Pero si sabía como era el tipo ¿por qué no se fue? Se la busca querido, se la busca. Y como en un cuento de Alan Poe, el terror nos hace recaer la mirada acusadora en la víctima que no se da cuenta, es tonta, pobre y sin recursos para escabullirse de una muerte que en la realidad de un tramposo laberinto, en uno de sus vericuetos, la espera segura. Hasta el sádico que incendia su casa con su mujer adentro, tiene chances de salir indemne. Que en algún momento, las puertas del averno de la memoria popular no se abran para él, abrigando una fútil esperanza de redención.

 

La estética que asume la cofradía entre varones en este siglo XXI y sobre todo en una todavía machista América Latina, presenta ribetes jocosos, con una hermética hermenéutica sobre el comportamiento de las mujeres, a las que se reduce más que complementario, como un sexo opuesto, tal vez para mantener la cohesión del colectivo de muchachos ante la amenaza del enemigo exterior.

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