
EDUARDO MAROSTICA
Procedimiento para corroborar que un alimento está libre de triquinosis. (2017)
Volvíamos de Buenos Aires en medio de una tormenta inusualmente violenta que compuso un paisaje de vehículos volcados sobre la banquina o en zanjones a unos metros de la ruta. Llegábamos a San Pedro, ciudad identificada por la inusitada venta de naranjas en los puestos a la vera del camino. También ofrecen quesos caseros, salames y otros productos. Compartíamos el regreso con Leo, un militante de causas perdidas, que si viviera el Che abrazaría sus ideas y su lucha, aunque sospecho que solo en modo “intelectual”. Luego que la tensión de la tormenta definitivamente había quedado atrás, Leo pidió que detuviéramos el coche para comprar unos quesos.
- Che ojo, acá no creo que esté el Senasa controlando como hacen estos tipos los quesos y menos los salames – advertí. Leo se encargó de espantar mis miedos con un media risa, al estilo siete de espadas y achinando los ojos.
- Dejame a mi - y bajó del coche gritando a un pibe bastante morochazo, a cargo del puestito, y señalando con el mentón los quesos y los salames que colgaban de un caño que a su vez sostenía, medio enclenque, el techo de chapa.
- ¿Cuánto valen? - gritó
- Cien cada uno - responde el morocho
- ¿No tendrán triquinosis, estos salames? ¿eh? - bromeó
- Nooo ¡qué va a tener triquiñosi! – se apura el pibe
- Bueno si un día ves un loco que baja con una escopeta y empieza a disparar...salí corriendo porque soy yo… y porque los salame sí tenían “triquiñosi”.
Eledu
Cuando los muertos vienen marchando (2016)
- Tenés que ir vos. Te necesito ahí – Juárez lo miraba serio, no había rastros de chiste en sus palabras. Carlos lo observó el tiempo que le llevó romper el sobrecito de azúcar, revolver el café, y finalmente tomar el primer sorbo. Juarez, repitió el pedido.
- No me jodas, son mis vacaciones, Armando.
- Vos sabés que no acostumbro a bromear con estas cosas – Carlos amagó una protesta – pero te necesito ahora. En invierno esto va a rebalsar.
- ¿Vos decís? - el semblante de Carlos se difumaba por el efecto del vapor del café, al que le daba el otro sorbo.
- ¡Pero claro!
- Bueno, tampoco es para que te me enojés, che…- Carlos dejó molesto la taza sobre el platito, donde había restos de azúcar y del sobrecito arrugado, al apoyar produjo un chin fuerte y seco, que hizo voltear a algunos de los habitués del bar. Armando bajó la voz y se acercó a su amigo y funcionario.
- Esas obras se tienen que hacer, y yo te necesito ahí – concluyó. Carlos hizo una mueca de disgusto, que sin embargo Armando, que lo conocía de añares, interpretó como un sí. - eso esperaba de vos – ahora sonreía satisfecho mientras se reclinaba sobre el respaldar.
- No sé cómo le voy a decir a mi esposa...
- Bueno, che. Sólo te pido estas cosas cada muerte de obispo...
- Sí, pero vos sabés que a mí, “cada muerte de obispo”, me pasa algo grave…- le espetó con una sonrisa de puñalada
Armando Juarez, era intendente de Alver. Con Carlos se conocían de la adolescencia. Varios años atrás su amigo había salvado su vida de milagro, luego que el auto que conducía, se saliera de control para estrellarse luego de rodar varios metros barranca abajo. El obispo de la arquidiócesis mendocina, que viajaba con él, falleció en el accidente. La frase se le había hecho carne y con el tiempo había aprendido a dispararla casi sin inmutarse.
- Cierto, la puta madre. Lo había olvidado. Pero esto es distinto...
- Ya está, ya está. Mirá, me convenciste ¿Si?. Ya me metiste en el problema. Pero quiero dejarte en claro algo...
- De dinero te aseguro que te lo voy a pagar muy bien – Carlos negó con un gesto de su mano, Armando frunció el ceño
- Ese no es el problema. Hablamos del cementerio, y de los que están ahora sin lugar. Y vos querés hacer lugar ¿es así? – Armando asintió – bien. - Carlos tomó otro sorbo de café, tal vez para hacerse rogar, ahora dominaba la situación. Dejó la taza, se limpió el bigote con la servilleta de papel. A Armando le pareció que su boca había amagado una sonrisa, casi la seña de un siete de oro en el truco, pero prefirió esperar a que la ceremonia de su amigo concluyera. Al fin, y reclinándose satisfecho, habló - Pero lo vamos a hacer a mi manera.
- No necesitás aclararlo – Respondió con cara de poquer. – tampoco necesito que me digas cómo lo vas a hacer.
- Soy un hombre de Dios – interrumpió Carlos, con la misma mueca del truco - Pero si me estás pidiendo esto, es porque nadie quiere ir. Y menos para lo que hay que hacer.¿Me equivoco? - y agregó - Pero vos sabés que mis métodos pueden no gustarle a muchos.
Aunque decidió no atender esas advertencias, Armando se cubrió los ojos y exageró una persignación. Luego suspiró y le hizo una seña al mozo pidiendo la cuenta. Para él, había un problema menos en qué preocuparse.
Apenas había iniciado su gestión en la intendencia de Alvear, Armando decidió encarar un problema que ninguno de sus predecesores había atendido. El cementerio municipal desbordaba. En su segundo año de mandato, la amenaza latente de dejar a los muertos insepultos, era una realidad. Había decidido a tomar el toro por las astas, aunque pagara el costo político. Había que hacer lugar ¿Cómo?. En principio le sugirieron, de manera transitoria buscar un lugar “de espera” bajo la capilla. Sonaba a sacrilegio, pero la cosa empeoraba. Los inviernos por un lado, y el verano con sus accidentes de tránsito, ocupaban cada vez más las parcelas, al punto de no tener lugar para los difuntos. Los deudos querrían visitar a sus muertos y no sabrían dónde saludarlos. Necesitaban rezarle al santo que los protegía, en una morada segura y definitiva. Al menos hasta que ellos también ingresaran allí por la puerta grande y con cortejo. Entonces decidió llamar a su amigo.
Para Armando, Carlos era como“Mister Fox”, el personaje que resolvía problemas en “Pulp Fiction” la película de Quintin Tarantino. Sus métodos no siempre resultaban los más ortodoxos, pero funcionaban. En el cementerio no había espacio, y Carlos podía pensar en cómo hacerlo. Confiado en su palabra, decidió ocuparse de otros temas de su agenda. Ya tenía quien se encargue del problema.
Al mes, el intendente pasó por el cementerio para ver cómo marchaban las cosas. Una gran construcción para contener varios nichos se erigía. “Esperable”, pensó. El capataz, religioso hasta el temor por el paganismo, le comentó que el ingeniero le había pedido relevar los difuntos con más de veinte años, quiénes de éstos recibían visitas, y además les había hecho abrir un “registro”. Armando arqueó las cejas pero omitió comentario alguno. El capataz que le miraba buscando alguna respuesta, se quedó con las preguntas en la boca.
Para Carlos, el problema era de volumen. Estuvo algunos días dándole vueltas al asunto. Y entonces se le ocurrió una idea y había ordenado levantar una construcción de dos pisos, con dos subsuelos. El primer paso era como ubicar los féretros. Según sus cálculos, si éstos se los ubicaba de manera vertical ocuparían menos volumen. Por lo visto, hasta ahora a nadie se le había ocurrido.
Los primeros en esta lista serían los que no los visitaba nadie. “no serán muy santos de la devoción de los familiares”, se convencía.
Armando sabía que Carlos no era de los que le gustaba que le anduvieran preguntando a cada rato cómo iba el trabajo. Pero como ocurría que cada vez que pasaba por el cementerio, escuchaba la preocupación de los obreros, un tanto atemorizados, se decidió preguntarle asíu, como quien no quiere la cosa, un día en se cruzaron por los pasillos de la municipalidad.
- ¿Todo bien con la obra? – se animó a preguntar Armando. Carlos lo acercó con el brazo y e ahbló al oído.
- Mirá, lo único que te digo es que acá, a la primera de cambio, hago desfilar a los muertos… -
Armando rió, pero prefirió no ahondar en preguntas que le perturbarían la agenda del día. Si algo grave ocurría, el se enteraría.
El cementerio habría oficialmente sus puertas a las 8.30 hs de la mañana, pero la actividad comenzaba a las seis. Cuando estuvieron completadas las nuevas bóvedas, había que comenzar con la segunda etapa del plan. Había que desocupar el subsuelo de la capilla y reacomodar a los habitantes según el riguroso plan de optimización de espacio.
Los rostros, cada vez más asustadizos, de los empleados que había asignado a la obra, por pedido de Carlos, sumados a algunos crecientes rumores sobre lo que ocurría allí adentro, obligaron a que el intendente Juarez comenzara a inquietarse.
- Tiene que ir a ver usted mismo, le aseguró su secretario.
Una mañana, Armando se aparcó a unas cuadras del cementerio y vestido con ropa de fajina, caminó las cuadras que lo separaban. Consultó con su reloj, faltaban unos minutos para las siete de la mañana. Se escuchaban chirridos provenientes de varias ruedas pobremente engrasadas. Subió los breves escalones del ingreso, y atravesó el umbral. Un convoy de carritos cargaban de a dos y hasta tres ataúdes. En el otro extremo de la galería reconoció a su amigo, sonriente, que lo saludaba con la mano.
Carlos leía una lista y contaba los ataúdes y anotaba algo en ella. Era el registro de los nichos menos visitados, que había ordenado hacer. La encabezaban los difuntos que nadie había visitado en años. Mientras repasaba los nombres asentía con la cabeza. Cuando se acercó Armando, lo saludó con un gesto.
- Todos éstos – Carlos señalaba con el mentón a uno de los carritos de traslado - van a ir en el segundo subsuelo de la bóveda que construimos. ¿Está bien? - lo mira fijo a Armando – con eso liberamos los fiambres que teníamos abajo de la capilla.
- Me parece bien – respondió algo aliviado Armando.
- Pero, con un ingenioso cambio... - Armando dio un respingo, algo sospechaba.
- ¿Ingenioso?
- Bueno, los ubicamos de manera vertical...
- ¿Cómo que vertical? - el intendente levantaba la voz, mientras Carlos sonreía, dominante.
- ¿Vos me pediste que hiciera espacio? - Armando respondió con un suspiro vencido – Bueno, ahí lo tenés, es una cuestión de volumen.
- Pero, Carlos – protestó
- Nada de “peros”. Mirá, pensalo de este modo – la hilera de carritos no paraba de circular, y ocupaban toda la calle principal del cementerio – éstos que van adentro, no deben haber sido muy buenitos que digamos, por eso no los visita nadie, entonces los vamos a dejar paraditos, en penitencia, mirando el rincón – bromeó Carlos.
Armando permaneció circunspecto, mirando el desfile. El día anunciaba sol y un calor inusual en la región. Al cabo de unos minutos, Carlos encendió un cigarrillo largo, aspiró una bocanada. Durante unos minutos permanecieron así, contemplando el interminable chirrido de las rueditas. El canto de algún pájaro se imponía al murmullo de los carritos. Armando, mantenía la vista fija en el vaya a saber qué, y Carlos fumaba y anotaba en la lista. Levantó la vista y observó el semblante preocupado de su amigo.
- ¿Como es que me deciś vos? - Armando salió de su ensimismamiento, Carlos repitió la pregunta – el de la película, ¿como se llama?
- Ah, Mister Fox.
Carlos sonrió como si le hubiese dicho un cumplido. Aspiró otra bocanada, tiró la colilla al piso y lo apagó con un pisotón.
- Bueno, el que avisa no traiciona. Yo te dije dije que si era necesario haría desfilar a los muertos…
Didáctica docente (2016)
Ramoncito sabía historia. Un día, en pleno entrenamiento en el campo de tiro, un sargento de apellido Cardozo, luego de exigirle el saludo, le había preguntado por sus conocimientos de historia
- ¿Sabe o no sabe?
- Si, mi sargento, algo sé.
- No sea modesto soldado ¿El general Paz era tucumano o mendocino?
- No, mi sargento. Era cordobés, y un gran estratega. A su cargo, nunca perdió una batalla a pesar de ser manco...
- ¿Ve lo que le digo cabo Ibañez? - ahora Cardozo se dirigía al milico que lo acompañaba – este soldado nos va a servir.
Al día siguiente lo convocaron al soldado clase 31, para dar clases de historia a un grupo de conscriptos, en su mayoría analfabetos. Oriundos de los más recónditos terruños del país, muchos de ellos, en su vida habían abierto un libro o tocado siquiera una lapicera.
- La historia nos une, soldado. Es muy importante su aporte - le reveló luego del almuerzo el teniente primero de la Escuela Aeronáutica de Córdoba.
Ramoncito hacía ocho meses que estaba haciendo el servicio militar. Había cobrado notoriedad al salir campeón en boxeo de su clase, y sobretodo al darle una buena paliza a uno de los oficiales, que se la pasaba fanfarroneando hasta ese día.
Cardozo, siguiendo estrictas órdenes del teniente primero, le había encomendado iniciar las clases de historia con la epopeya del cruce de los Andes, gestada por el General San Martin. Al parecer, don José, era el militar favorito de los muchachos. “Puede comenzar por ahí”, le indicó.
Así fue que Ramón se encontró al frente de sus compañeros. Reconoció al que una vez que el cabo los tenía haciendo saltitos de rana, se le quejó.
- Qué se hace el importante, el cabo éste, hablando en difícil… – Ramoncito se encogió de hombros, él no opinaba lo mismo, le había parecido bastante básica su verborragia – Sí, ¿qué tiene que andar diciendo ojo que cuando se agachen no se aplasten los tentáculos…?
- No, “los testículos”, dijo – corrigió Ramóncito.
- ¿Testículos?
- Sí, testículos.
- ¿Y qué es eso?
- Los huevos, boludo
El vago, oriundo de los pagos de la tierra colorada de Oberá, de padres analfabetos, y manos ajadas por la orfebrería, estaba sentado unos bancos al fondo. Otros veinte conscriptos, junto a él, escuchaban las indicaciones del sargento que presentaba al profesor. Al flaco narigón, de anteojos culo de botella, lo conocían todos. El ring lo había convertido en un personaje famoso en toda la Escuela de Aeronáutica.
El profesor, comenzó su relato sobre la necesidad de enfrentar a los españoles cada vez más lejos, para que luego de sacarlos del país, que en ese entonces llegaba más al norte, se los atacara y venciera, como ocurrió.
El mes de agosto ofrecía un clima agradable que luego del almuerzo, quien se quedaba quieto prácticamente se dormía parado. Ramoncito pensaba cómo harían para seguirlo sin que se durmieran. Su relato tenía que ser entretenido, tal vez transmitirles la pasión que él sentía por la historia... Le pareció ver que a uno de los muchachos se le cerraban los ojos. Sus temores afloraron, él no era docente, era comprensible que se aburrieran...
En eso el sargento intervino con su vozarrón.
- ¡Conscripto! - El soldadito que cabeceaba, pegó un respingo, sobresaltado
- ¡Repita lo que dijo el profesor!
- Ehhhh
- ¡Al suelo! ¡Arriba! ¡Salto de rana! ¡Al suelo! ¡Pararse!
Luego el mismo sargento le pidió que repitiera al profesor lo que acababa de contarles a los alumnos y le agradeció.
- ¡Repita lo que dijo el profesor, conscripto!
Y el conscripto repitió.
El sargento, satisfecho, se dirigió a Ramoncito.
- Bien prosiga profesor.
Ramón, un tanto aturdido, obedeció.
ELEDU
Eledu 2009