
EDUARDO MAROSTICA
Los celos de Pedro
En ese entonces muchos conocían a Pedro.
Era ese mismo que seguía a Jesús a pocos pasos en una marcha sostenida. Cada vez que el Maestro miraba hacia atrás, tropezaba con su rostro que invadía la presencia más rezagada de los demás apóstoles. Nadie dudaba que él era la piedra en la que se apoyaba el Nazareno.
Pedro, un amigo fiel.
Cuando la Iglesia quedó bajo su mando, cientos de generaciones repitieron sus enseñanzas sin cuestionarle. Porque Pedro admiraba a Jesús hasta el extremo de fustigar a quienes osaran dudar de su Palabra. Pero, a menudo, él mismo se convencía repitiéndolas.
“Cuando en el mundo se produzcan otras verdades que confronten una historia tan vieja como la humanidad, será esperable que se produzcan resistencias en las mentes y las almas, pero finalmente la verdad triunfará” recomendaba el Maestro. Y Pedro escuchaba sin entender a qué se refería.
Pedro vivía preso de su propia inseguridad. Necesitaba que reafirmaran su estima, y si esto no ocurría lo invadían celos ulcerantes con los cuales entablaba silenciosas pero no menos tortuosas batallas. Además, padecía una feroz envidia hacia las mujeres. Esto lo impulsaba comportarse con un acentuado encono hacia ellas, aunque estos sentimientos encontraran un límite, y ese lo constituía María, la madre de su Maestro, a ella jamás cuestionaba. Quizás por temor o porque “con las madres no había que entrometerse”, por ello se convencía en mostrarse cauto, y proponerla como un modelo de mujer.
Por su parte María jamás imaginó que Pedro llegara a construir una deidad sobre su insistida virginidad. Muchos años después, cuando su hijo había fallecido y los cristianos eran perseguidos, María se sorprendía de esta imagen que Pedro había construído en torno suyo.
Ya en los tiempos que Jesús predicaba, María y Magdalena compartían mucho tiempo juntas. Sus encuentros se acrecentaron luego de la muerte de su hijo. En varias oportunidades María le había confiado a Magdalena que “una cosa es que ella hubiera concebido en estado de gracia, otra que lo creyeran los seguidores cristianos; pero permanecer ad eternum en ese estado no le encontraba ningún sentido”.
Pero volviendo a Pedro, vivía atormentado de celos viscerales, de sentimientos de egoísmo tan enraizados que se apoderaban de él y lo oprimían. A duras penas podía controlarlos y sólo a costa de un esfuerzo que sólo Jesús conocía, luchaba contra ellos. Por esa razón su granítica tenacidad fue premiada por la bendición de su amigo el Nazareno quien permitía que siempre caminara a pocos pasos, mucho más cerca que los demás. Jesús comprendía su debilidad y su empeño, por eso - y a los ojos de los demás - se comportaba más permisivo con Pedro que con el resto.
Los días transcurrían así, con Pedro como su más fiel seguidor y segunda voz indiscutida a la hora que replicar una enseñanza que su Maestro les regalara llena de simpleza y sentido común. Tal vez la diferencia entre las palabras de Jesús y las que repetía Pedro, cuando los apóstoles quedaban solos y él asumía un rol de líder, era la sonrisa y la tranquilidad que irradiaba cuando las pronunciaba el Maestro y el tono de ofuscación, en las del replicador. El Hijo invitaba con una convicción llena de paz y luz, en cambio “el heredero” exigía.
Todo marchó sobre estos carriles hasta que Jesús conoció a Magdalena. En ese entonces ella caminaba sola en la vida, y esto para la sociedad de entonces no era visto con buenos ojos. La gente la rehuía y aún más: la rechazaban. Tenía el encanto y la desgracia de una cabellera de color del fuego que encendía a quien pasara a su lado, y así le sucedió al Maestro. Pedro nunca pudo comprender cómo éste detuvo sus ojos en esa mujer con rostro de pecado. Para él aquel fuego era un anuncio de las llamas del infierno, pero para su Jesús – quien dibujaba en su rostro una incomprensible sonrisa – le recordaba a la llama de la vida.
Magdalena se conmovió la tarde en que comprobó que Jesús la contemplaba con una mirada profunda y sin reproches. Con un sólo gesto silencioso pero desbordante de amor, la invitó a caminar con él y ella aceptó.
Ese fue el chispazo que se ocultaría durante siglos.
Al principio no era notorio pero al transcurrir el tiempo se los podía observar charlando y caminando durante largas horas. Cuando Pedro pretendía interrumpir sus encuentros con excusas insignificantes, Jesús con su siempre calma sonrisa y sus modos amables lo miraba a los ojos y le agradecía que les concediese -siempre refiriéndose a ambos - algunos minutos más. Pedro, ensayaba una protesta hasta que finalmente aceptaba volviendo cabizbajo con los demás apóstoles, intentando en el camino inventar algún problema que justificara - lo que para él significaba - regresar con la manos vacías, porque a decir verdad lo avergonzaba que su Maestro prefiriera estar con una mujer. Con aquella mujer de cabellos de infierno.
Desde el día en que Magdalena se unió a ellos, Judas, uno de los más jóvenes del grupo, rápidamente se le acercó buscándola para dialogar, mostrándose cordial. Prácticamente era el único capaz de dirigirle la palabra. Transcurrieron días, semanas y siempre desde las primeras horas de la mañana, Magdalena buscaba a Judas para conversar, en medio de ese grupo de hombres toscos y de rostros severos. Ella sabía muy bien lo que pensaban de ella los demás apóstoles, el hecho de contar con más de veinte inviernos a cuestas y sin ningún marido que la hubiera desposado, la había convertido en una paria.
-
Jesús no piensa lo mismo, y eso se cuenta como un acto de amor – le aseguraba Judas.
Magdalena lo miraba confundida frunciendo el ceño.
-
Me refiero a evitarte la soledad, a que no camines sola, y ... que tampoco lo hagamos nosotros – Judas miraba hacia el cielo mientras con gestos ampulosos, contemplaba las nubes movedizas y las acompañaba con sus brazos y sus palabras.
-
Pero no todos piensan así – se quejaba Magdalena, mirando a los demás.
-
Ya van a cambiar - la tranquilizaba Judas, que volvía a fijar su mirada en ella - sólo es cuestión de tiempo - Magdalena se encogía de hombros y suspiraba tan fuerte que las pocas hierbas que se erguían alrededor de ellos se inclinaban por unos segundos como queriendo oír algún secreto que surgía de las entrañas de esa tierra árida y arisca.
Habían pasado varios meses desde aquella tarde en que Magdalena conoció a Jesús. Nuevamente éste la volvió a sorprender invitándola a caminar más cerca suyo, casi a la par. A veces su marcha más presurosa hacía que por momentos tomara la delantera y se volviera sobre él con una reflexión que él recibía encandilado. Casi siempre coincidían y muchas veces pronunciaban la última palabra al unísono, esto les provocaba unos segundos de desconcierto para luego reírse con frenesí, asombrados de tanta sintonía. A pocos pasos de ellos se encontraba Pedro, indignado porque consideraba la actitud de aquella mujer artera ¿qué pretendía? ¿no se daba cuenta que perjudicaba a su Maestro, mostrándose tan cerca de él ?... ¿qué iban a pensar los demás? Hacía más de dos años que Jesús le había otorgado aquel lugar de privilegio, y sólo a él le permitía transmitir sus enseñanzas... ¿y ahora qué? ¿Era justo que viniera esta intrusa a robarle un lugar que con tanto esfuerzo se había ganado?
Pedro comenzó a cultivar una rabia feroz que se presentó primero como un brote hiriente desde sus propias entrañas, aunque cuando las palabras emergían con furia transportando aquel sentimiento, se terminaban por ahogar en la punta de su lengua.
Un día, en ocasión de la visita a su ciudad natal, Belén; María le preguntó por qué su semblante se había endurecido. ¿Dónde había quedado ese joven entusiasta que su hijo adoptó como un hermano? Desde que había llegado a esa ciudad María lo había notado con su ánimo notoriamente cambiado. Sobretodo le había extrañado encontrarlo confundido en el grupo, casi en la retaguardia, tan lejos de su hijo. Entonces Pedro le confesó que desde hacía un tiempo, se daba cuenta que su Maestro ya no lo quería. Al escuchar esto, María le sonrió espantando aquellas ideas con sus manos, como queriendo que Pedro reconociera algunas señales ...
-
la capacidad de amor de mi hijo no tiene parámetro en este mundo, Pedro.
-
Pero, es que Ud. no me entiende... él ...
-
No es cuestión de entender sino de sentir, Pedro - lo interrumpió María, que había cambiado el tono optando por uno más severo - El odio que está germinando dentro tuyo, no te conducirá a ninguna parte.
Pedro se asustó. Suponía que sus sentimientos estaban bien encapsulados pero María le estaba demostrando todo lo contrario. Inmediatamente borró de su rostro gesto alguno de reproche, sofocando todo intento de enojo. Eligió retirarse cabizbajo, contrariado pero intentando esclarecer su aturdida cabeza.
A pesar de estas “circunstancias” Pedro no desistía en encontrar la ocasión para perseverar en sus tozudas interpretaciones acerca de las buenas costumbres y las conveniencias de modo que su Maestro no estuviera tan cerca de Magdalena. Pero para Jesús todos estos argumentos se disolvían con una cuota de buen humor que se manifestaba – de manera inexplicable para Pedro - en su semblante.
Judas fue el primero que comprendió que su Maestro desde hacia un tiempo respiraba sus días con otros aires, repletos de amor, y que los ojos febriles de Magdalena encendían en él una pasión incontrolable.
Hasta que llegó un día en que durante la cena, Jesús les informó que sus días en esta Tierra estaban contados. Su sacrificio era inminente porque así estaba escrito. Todos en aquella mesa sabían que desde hacía un largo tiempo lo perseguían, pero luego de una pausa en la que observó a cada uno a su alrededor, agregó
-
Uno de Uds me traicionará.
El silencio que se instaló en la mesa luego de aquella declaración permitía que los sonidos de la noche se acercaran hasta ellos y abrumaran los pensamientos de los apóstoles, que se miraban azorados. Magdalena que estaba al lado del Maestro, parecía inspeccionar la conciencia y el alma de cada uno de los presentes con su mirada aguda y en llamas,
Durante aquella noche, y luego de la cena, Judas y Pedro protagonizaron violentas discusiones sobre lo que ellos deberían hacer en éstos, los últimos días del Maestro en la Tierra. Su hermano Andrés y Juan intercedieron para apaciguar sus ánimos. Pedro volvía a repetir palabras ajustadas a su conveniencia, ratificando el lugar que le correspondía en la Nueva Iglesia. Judas refutaba con firmeza aquellas empecinadas interpretaciones.
Pedro no dejó pasar la ocasión de reprocharle a Judas su acercamiento a Magdalena, al igual que lo hacía con Jesús, pero con mayor vehemencia. En estas oportunidades Judas evitó el enfrentamiento respondiéndole con su silencio, porque sabía que aquel reproche iba dirigido a quien ya no se animaba a cuestionar. Como Pedro insistía, Judas terminó respondiéndole que si su Maestro conversaba con “aquella mujer” - como Pedro prefería referirse a Magdalena - ¿por qué él no podía hacerlo?
- Jesús no sólo nos enseñaba con sus palabras, sino con sus actos - le recordó Judas.
Pedro, ofuscado y con las facciones endurecidas, por el frío de la noche y por la rabia, al cabo de unos segundos, en los que no se le había movido un músculo de la cara, emprendió media vuelta y se fue. Los que quedaron allí percibieron que Pedro hubiera querido decirle muchas cosas más.
Como ya le venía sucediendo desde hacía un tiempo, Pedro optó por sofocar aquel intento de explosión una vez más. Cada tanto volvían a su conciencia las palabras de María acerca de la dimensión del amor del Maestro, entonces los remordimientos lo acongojaban de nuevo.
Aún visiblemente molesto, Pedro reunió fuerzas para plantearle este asunto a Jesús, esperaría la noche para contarle esto que sentía, pero misteriosamente desde aquella mañana el Maestro no se encontraba con ellos y nadie sabía a donde se había dirigido. Prácticamente se había esfumado desde las primeras horas de la madrugada. Ese mismo día, en las últimas horas de la tarde, Jesús regresó. Muchos dormitaban, otros, sobresaltados, rápidamente se pusieron de pie al tiempo que el Maestro los tocaba. De a poco los apóstoles se fueron acercando adonde él los esperaba sentado pacientemente sobre una roca. Quería que estuviesen todos, porque tenía que darles un anuncio importante: el plan de salvación de la humanidad sería a partir de su sacrificio. A partir de entonces debía iniciarse una revolución, no con una guerra sino con amor, un amor jamás imaginado. Él mismo iba a morir para lavar los pecados de todos ellos y enseñarles el camino de la redención.
Dicho esto y con el mismo tono, les comunicó que ahora necesitaba hablar con Pedro, quien sentía que su corazón daba un vuelco, como si sus plegarias hubieran sido escuchadas. Se acercó hasta donde estaba Jesús y juntos salieron a caminar. En el firmamento ya se divisaban las primeras estrellas.
Como manteniendo el hilo de una vieja conversación iniciada recientemente, Jesús intentó explicarle con voz pausada que su Padre quería que una mujer fuera la que transmitiera sus palabras cuando él ya no estuviese.
-
Mi Padre ha otorgado poder a los varones y no han obrado bien, ya no ve con buenos ojos su creación.
Un viento gélido se apoderó del espacio que separaba a uno del otro. Jesús en el mismo tono agregó
-
Las criaturas del sexto día no se comportaron como Él las creó y esto está mal – Pedro lo miraba atónito. De todas formas se animó
-
Pero, Maestro tu habías prometido que yo sería tu voz cuando no estuvieras entre nosotros.
-
Para vosotros, varones de Judea, ceder el poder a una mujer constituirá un acto de amor - concluyó Jesús.
Pedro no se animaba a preguntarle quién lo sucedería. “¿acaso será María su madre?” pensó. Jesús mantenía sellados sus labios y el viento contestaba por él. Detuvo su marcha al llegar a una duna, el cielo estaba encendido de titilantes luces. Lo miró directo con la profundidad que acostumbraba.
-
¿en quién has pensado Maestro? - insistió Pedro, con voz temblorosa.
-
En Magdalena ... - afirmó.
Más a lo lejos se escuchaban los cantos de los insectos y del viento que comenzaba a soplar más fuerte. Refrescaba en la noche y Pedro permanecía de pie, inmóvil como tratando de interpretar algo tan simple como un nombre y un futuro que cada vez se le presentaba más sombrío. El efecto que le producía aquella declaración resultaba similar a un mazazo en la cabeza. ¿Entonces no iba a ser él la piedra de su Iglesia? No podía creer lo que su Maestro acababa de anunciarle. Sin lugar a dudassu Maestro estaba confundido. ¿Pero, podía estarlo? Si, sin dudas. Jesús pareció leerle el pensamiento.
-
Los últimos serán los primeros, recuerda siempre eso – esa declaración le interrumpía el torbellino de pensamientos. Nuevamente en su cabeza, aparecía en escena aquella mujer que echaba a perder todos sus sueños. ¿es que no lo podía ver? Mortalmente herido y muy molesto trató en silencio de digerir su renovado y creciente enojo. Le costaba respirar.
-
Mañana en la cena les anunciaré a todos la decisión de mi Padre. Que el amor, la comprensión y la aceptación incondicional a toda persona que quiera profesar este mensaje, sea bienvenida - concluyó Jesús -
-
Sí, Maestro, hágase tu voluntad – respondió bajando la cabeza
Pedro sofocó su enojo, pero a partir de aquel instante se decidió a obrar con astucia y celeridad. Esto no quedaría así de ninguna manera. Cuando su Maestro se fuera de este mundo ¿quien si no él estaba en condiciones de sucederlo? Aquella mujer estaba envenenando su sabiduría y nublando su mirada. En varias ocasiones, Jesús les había reprochado su falta de fidelidad y el temor a pronunciar su nombre en ciertos momentos y lugares por miedo a las persecuciones, pero Pedro por el contrario, jamás había temido por ello y cuando la Iglesia dependiera de él no toleraría estas dudas. En esto sería mucho más estricto que Jesús. Por este motivo una mujer con cabellos de infierno jamás podría liderar con la firmeza que el creía necesaria.
Al caer el sol Pedro se decidió por limar asperezas con Judas y lo invitó a caminar. Necesitaba cerrar algunos círculos de incertidumbre. Sorprendido en la propuesta, el jóven apóstol tardó en reaccionar unos segundos buscando en el rostro de Pedro, restos del enojo de la otra noche, hasta acceder sin mediar palabras. Avanzaron hacia la oscuridad nocturna que se cerraba por los cuatro vientos. Pedro argumentaba que lo más importante en este difícil momento era manterse unidos, decidió no mencionar a Magdalena para no soliviantar el ánimo de Judas, que parecía más permeable a su propuesta de fortalecerse entre ellos. Sin darse cuenta habían escalado hasta un monte desde donde podían apreciar al grupo de apóstoles más a lo lejos. Judas advirtió que Jesús y Magdalena no estaban allí.
Pedro divisó a un pequeño escuadrón de soldados romanos que patrullaban la zona, que se acercaban en línea recta hacia donde estaban los apóstoles. Iluminados con la luz indecisa de dos antorchas, gritaron al grupo que buscaban al que se hacía llamar el Mesías y que pretendían encerrarlo para interrogarlo. El Cesar quería conocerlo.
Pedro que observaba todo desde lo alto del monte, le brillaron los ojos. Entonces desafió a Judas a demostrar el amor por su Maestro en medio de todos, porque era fácil escudarse en el grupo, ¿no? Pero cuando lo mataran ... ¿quién lo protegería? Estaba escrito que luego de la muerte del Nazareno los romanos y los judíos los perseguirían hasta disolverlos ¿Se animaba a invocar Su nombre ahora en presencia de sus perseguidores? Judas le devolvió por respuesta un gesto de desdén para volver su atención hacia el resto de sus compañeros que trataban de escudar a Jesús a quien ahora divisaba. A Judas le resultó extraña la hora para que un grupo de soldados lo reclamara a pedido del César. Había algo que no alcanzaba a entender en toda esa situación. Pedro, que no le quitaba los ojos de encima:
-
Cuando Jesús no esté entre nosotros yo seré el primero al que perseguirán
Judas volvió su rostro frunciendo el ceño, como desacreditando aquella aseveración. Pedro insistía.
-
Todo este tiempo caminé mucho más cerca de él que de Uds., ¿no? por ese motivo. ¿A quién piensas que identificarán más rápidamente? Tengo mis dudas si serías capaz de hacer lo mismo ahora, y demostrar tu amor – esperó a comprobar el efecto de sus palabras - Porque eso es lo que me pidió el Maestro, que reforzara la fe en ustedes, y creo que es momento que tú Judas Iscariote demuestres tu amor. ¿Darías tu vida por él? Jesús lo tomará como un acto de amor y de valentía.
Judas pensaba con la vista clavada varios metros más abajo. No advertía la telaraña que le tejía Pedro.
-
Por supuesto que sí, aunque yo no tenga nada que demostrar– le respondió al tiempo que se incorporaba – y no le encuentro sentido, ahora es tiempo de cuidarnos entre nosotros, pidió el Maestro.
-
Sí, pero no tengo dudas en que perseguirán y matarán a muchos de nosotros. Necesitaremos mucha valentía y hoy quisiera asegurarme que cada uno de nosotros defenderá Su palabra por sobre todas las cosas – Judas que permanecía de pie volvió a ubicarse de cuclillas
-
¿Crees que el Maestro querría que demuestre mi amor incondicional? - Comenzaba a enredarse en la trampa.
-
Sí, hermano porque este amor se demuestra, sino ¿en quién podré confiar? No olvides que uno de nosotros lo traicionará... pero no sabemos quién lo hará.
Judas estaba seguro que éstos serían los últimos días de Jesús entre ellos. ¿Valía la pena que supiera que también él podía dar su vida por defender Su palabra?. Con firmeza se incorporó y velozmente emprendió camino abajo los pocos metros que lo separaban de donde estaba el grupo de soldados. Pedro, no pudo resistir una silenciosa mueca de satisfacción. Los arreglos que había realizado con uno de los guardias daría el resultado esperado en pocos minutos. Hasta ahora todo estaba saliendo tal como se lo expuso al emisario de Pilatos. Ya los había conducido hasta el lugar donde estaba ése que buscaban y desde hacía mucho querían apresar. Pedro sabía que anhelaban capturar a ese individuo al que se lo conocía como el “rey de los Judíos” o “el Mesías” pero se juntaba con malvivientes, prostitutas y toda la lacra de la sociedad. Ahora era cuestión de esperar a que Judas descendiera hasta donde se encontraba Jesús aceptando el desafío. Con el arresto no habría cena y aquel nefasto mensaje nunca llegaría a oídos de sus compañeros. Pedro se incorporó para dirigirse por el camino de atrás, antes alcanzó a observar como Judas besaba a Jesús y lo abrazaba.
Los soldados que esperaban la señal, permanecían a unos metros observando al grupo que acompañaban a ese que llamaban Jesús de Nazaret, pretendiendo reconocerlo de entre los apóstoles. Las dudas se disiparon cuando un hombre que bajaba desde el monte, corría cuesta abajo hacia ellos y abrazaba a un individuo del grupo.
Judas se dirigió hasta donde estaba Jesús y lo besó y agradecido preguntaba ...
-
Maestro, tengo miedo ¿qué haremos cuando no estés? - buscaba la respuesta en sus ojos
-
Llevarán mi mensaje al mundo – respondió con palabras calmas.
Judas observó como el rostro de Jesús de a poco se ensombrecía.
-
¿Tú? - su mirada se enturbiada y Judas no entendía a qué se refería - ¿Tú Judas? ¿por qué?
Judas buscaba comprenderlo hasta que oyó los gritos de los soldados, que tras de sí bufaban.
-
¡Ahí está, es ése! – señaló uno de los soldados - ¡aprésenlo!
Judas, primero pensó que se referían a él, pero rápidamente se dió cuenta su error. Sintió un tremendo vacío y observó a su alrededor, soportando el peso de las miradas horrorizadas que sus compañeros le devolvían ¿era una trampa? Las dudas se disiparon cuando los soldados se dirigieron a Jesús para arrestarlo. El aire se había enrarecido y flotaba un sentimiento de venganza hacia Judas.
-
¿fuiste tú? ¡Traidor! - la voz de Pedro tronó detrás de todos.
-
¡Nos traicionaste! - exclamó Andrés
-
¡Entregaste al Maestro! - la voz de Pedro tenía autoridad
-
No, fue una trampa, pero ... - Judas, no podía articular palabras y acongojado comenzó a retroceder para finalmente huir entre sollozos y gritos negando lo que sin querer había hecho.
Entonces se inició una escaramuza entre los apóstoles más coléricos que pretendían resistir frente a los soldados, pero Jesús los detuvo. Algunos lograron herir a dos soldados, y en la confusión del primer embate uno de ellos golpeó a Jesús haciéndole perder el conocimiento, hasta que finalmente lograron reducir al grupo y en el contraataque dispersar a los apóstoles que huyeron anárquicamente alejándose sin rumbo aunque un grupo más reducido seorganizó con Pedro para la búsqueda de Judas, el traidor.
Ahora sí estaban solos.
Más tarde en las primeras horas del rocío de la madrugada, Lucas y Mateo, que se habían mantenido juntos desde el momento que apresaron al Maestro, se tropezaron con el cadáver del que hasta hacía un momento era su compañero. Con horror contemplaron el cuerpo de Judas que todavía se balanceaba suavemente colgado por el cuello desde un árbol. En su bolsillo encontraron unas monedas de plata.
El resto de la historia es más conocida.
Pero algo más sucedió aquella noche, en la que debía haberse realizado la “ultima cena”. El momento más sublime en el que Jesús anunciaría la verdadera revolución del amor. Es sabido que cuando llegaban los soldados Magdalena y Jesús hacía minutos que volvían al grupo y seguramente habían conversado. Resultaba probable que Magdalena conociera el anuncio que daría en la cena de aquella noche. Pero los hechos se precipitaron tan velozmente que las palabras de aquel anuncio nunca llegaron a los oídos de todos los apóstoles, y de mucha gente más.
Pedro suponía que Magdalena sin Judas no tendría peso en las decisiones del grupo y él permanecería como único líder. El riesgo de que una mujer se arrogara dirigir la Iglesia de la Nueva Era estaba disolviéndose, como una gota de sangre que se lleva el río. Seguramente Pedro comprendió que el camino que había emprendido no tenía retorno. Entonces se dedicó a asegurarse que su Maestro no saliera de su arresto y lo mantuvieran incomunicado. El otro asunto por resolver era Judas. No resultaba conveniente que anduviera desparramando su versión de los hechos. Por eso aquella noche, había acordado que los romanos lo ahorcaran en el primer árbol que encontraran y le pusieran unas monedas de plata en su bolsillo.
Pedro se había sentido traicionado. De ahora en más no dudaría y sería implacable, hasta con Jesús, si era necesario. A quien no negó, sino que se aseguró que desde la sombra de su anonimato no saliera de donde estaba. Tampoco deseó su tortura ni su crucifixión, pero cuando al otro día un Jesús desgarrado por el dolor y la humillación, pasó con la cruz sobre sus espaldas, y lo reconoció entre la gente agolpada a la vera del camino, tragó saliva y el fantasma de los remordimientos lo asolaron una vez más. Tal vez la última. a partir de allí nada hizo que se detuviera en arremeter contra Magdalena que no creyó la versión sobre la traición de Judas, su amigo. Tenía la certeza que con la muerte de Jesús y de Judas había perdido toda ascendencia entre los apóstoles que miraban casi con devoción a Pedro, ahora que el Maestro no estaba con ellos. Como la sociedad la miraba con desdén por la soledad de su pasado, ella una mujer con cabellos de pecado, estaba condenaba a la marginalidad.